Los últimos recuerdos
LOS ÚLTIMOS RECUERDOS
Gonzalo Saavedra Romero
Esa
mañana la costanera lucía triste bajo un cielo nublado, no habitual en mi
ciudad incluso en invierno. Tratando de ordenar mi mente, caminaba después de
mucho tiempo, sin prisa por llegar a ninguna parte, mientras las calles tan
olvidadas me reconocían como adivinando que ya estaba de vuelta. La luces de
neón y la música se apagaron en un pestañear, dejando un silencio metálico en
mis pensamientos, junto a una quietud, solo acompañada del vuelo de las
gaviotas frente al mar calmo de mi
infancia, que descubro diferente en este paréntesis en medio de mi juventud.
Sentado
en el primer peldaño de la escalera, contemplo una silueta pequeña, que me
saluda mientras juega con un perro que salta sobre sus piernas y le exige atención,
en medio de la arena blanca de la playa club. Todo el lugar era para ella, lo
recorría sin prisa, mirando furtivamente hacia donde yo la observaba.
La
noche anterior, en medio de la soledad de estas calles barridas por el viento,
perdido en una inmensidad ajena, busque nuevamente aquel lugar donde el mar se
junta con el cielo y la realidad se mezcla con los sueños. Otra vez tomé prestado
aquel pequeño bote en al cual aprendí a remar casi por obligación, a escondida,
alguna noche de insomnio. Mientras ubicaba los remos dentro de las chumaceras,
apareció caminado entre las tablas envejecidas del muelle, fumando un
cigarrillo y muy segura de sí misma… pidió que la llevara.
Luego
de esquivar los botes y yates anclados cerca de la costa, que meneándose al
ritmo de la marea descansaban de largas jornadas de placer, pude por fin salir
a mar adentro, donde las luces de la ciudad reflejaban apenas un sendero
imaginario. Concentrado en mantener el bote derecho, imbuido en mis
pensamientos, atento al sonido suave de la madera cortando el agua, no le
prestaba atención a mi pasajera.
Aunque
las puertas que había decidido cerrar, lo estaban, aún quedaban resabios bajo aquel cerro el
Ancla que adivinaba temeroso, más allá de las luces de Antofagasta. Mi
acompañante anónima, apoyándose de los costados, escrutaba mi estado de ánimo
y la expresión de sus ojos reflejaba su
atención. Quería dar vueltas y hablar, yo...buscar aquel silencio de antaño, solo
interrumpido por el sonido ahogado de pesqueros que arrastrando sus pesadas redes,
se dirigen hacia alta mar.
Detuve
el bote en medio de la bahía.
Entré
los remos y me recosté sobre las húmedas tablas en el poco espacio que quedaba,
ella sobre la parte trasera, las puntas de su largo pelo casi acariciaban el
agua que reflejaban las luces de las estrellas, que parecían moverse junto al
vaivén de nuestros cuerpos.
- He estado demasiado
tiempo lejos- reflexionaba.
Llegaba
tarde en las noches, tomaba más tragos de los que podía resistir, en la playa o
en el cerro, mis amigos, bueno, ya casi
no los conocía.
- Han pasado meses,
años…
- Al verme, seguro
serán como siempre, todo será igual, no habrán preguntas.
Me
miraba intensamente, con ojos inmensos, verdes.
-Todavía necesito
convencerme yo mismo - murmuré.
Algunas
nubes trataron de tapar la pequeña luna que ya se encendía en el horizonte,
antes de ser tragada definitivamente por las aguas, por un instante iluminó
algunas siluetas perdidas en la penumbra,
creo haber escuchado algo, no lo sé, ¿ recuerdos quizás?
-¿Convencerte, de qué?
-
La
pregunta no me sacaba de mis cavilaciones, ni su esfuerzo por equilibrarse sobre las maderas envejecidas, para llegar junto
a mí.
Tomé
otra vez los remos y frotándome las manos comencé a remar hacía los requeríos
que bordean la costa, bajo los acantilados imaginarios, buscando un punto que
recordaba de otros tiempos, en aquellas largas caminatas por senderos entre
pozas y piedras que fueron robadas por el progreso.
Mi
pasajera obedeciendo una orden imaginaria, nuevamente se sentó, observando
atenta el no poco esfuerzo que hacía por mover esas tablas húmedas, que cada
vez pesaban más.
La
luz que emanaba de algunas casas recién construidas, me hacían imaginar escenas
familiares muy lejanas y diferentes, el mar se tornaba más calmo junto a las
rocas donde algunos lobos marinos descansaban y nos saludaban en medio de la
bruma que comenzaba a caer.
La
noche se oscureció y adivinando el camino, en un silencio solo interrumpido por
mi jadeo, comenzamos a volver.
La
neblina se posó sobre nosotros y se introdujo en cada uno de nuestros sentidos,
atrapándonos completamente. El silencio lo cubrió todo, el rostro de mi acompañante en la penumbra se
desdibujaba hasta desaparecer por completo.
Bajo
un silencio sepulcral, nos deslizamos por el aire enmohecido del inverno nortino,
sin resistencia hacia la oscuridad más profunda del alma.
El
golpe al encallar sobre la arena nos pegó sobre cada músculo lanzándonos casi
fuera del bote. No veía nada, solo una pequeña claridad sobre las viejas
encinas, cuyas sombras era el único punto de referencia, lo demás supuestamente
estaba ahí.
Empujando
con las pocas fuerzas que me quedaban, mientras mi nueva amigase se esforzaba
en encender un cigarrillo, logré dejar
sobre la arena dura, al viejo falucho. Un olor familiar pero
lejano me trajo de vuelta, ese olor profundo a mar, olor a algas
descompuestas, que antaño inundaba la
bahía cada tarde, y que ahora penetrando mis sentidos, me evocaba imágenes
inconexas que pasaban desordenadamente por mi mente. Todo parecía más grande, a
medida que la neblina cedía, la casa de bote recuperaba su color gris
verdoso, sobre su ventana aparecían las
proas de esos Kayak, que muy ordenados cerca del techo, se cansaron de esperar
que alguien los deslizara sobre la quietud del mar antofagastino.
Mi
nueva amiga me seguía en silencio, mientras me sumergía en ese mundo infantil
que surgía en medio de esa noche sin tiempo, apenas visible entre columpios y
balancines que aparecían nítidamente en mi memoria recién recuperada de tantos
excesos, inmensos en su tamaño que atemorizaba mis ganas de jugar, en medio de
la playa que ahora nuevamente sentía
grande e inalcanzable. Sin tratar de entender me dejaba arrastrar dentro de ese
mundo onírico, que no podía ser real pero que sin embargo me atraía. Los
fósiles milenarios aún se negaban a desaparecer y sobre el pequeño
montículo, el camino zigzagueante que
sube hacía la avenida principal, aparecía apenas señalado entre aquellas flores
rojas que crecen en medio de la nada y que guardan en su interior el agua acumulada en sus gruesos tallos
verdes. El tiempo había retrocedido hacia algún instante que dejé inconcluso, no
recordaba cuanto tiempo y cuantos años tuve nuevamente. Comencé a caminar, mi
compañera había desaparecido al igual que el tiempo presente.
Frente
a mi casa una patrulla de Carabineros con su baliza encendida obstruía el paso
de los autos que bajaban por calle Sucre, un grupo de personas rodeaban a un
cabo que trataba de recoger su gorra del suelo. Entre el bullicio de la fiesta
y de quienes gritaban junto al policía, me escondí entre las ramas de un
arbusto, adivinando lo que sabía de memoria sucedería. Ante el temor de vivir
algo demasiado incomprensible, otra vez, volví sobre mis pasos en dirección a
la playa, arrancando de aquellos recuerdos ya casi olvidados.
Suavemente
el aire marino acariciaba mi cara, una leve brisa refrescaba mis pulmones cansados,
mientras me sentaba junto a un bote que descansaba boca abajo en medio de las
redes recién reparadas, aún escuchaba el bullicio que comenzaba a desaparecer
en medio de la penumbra que invadía los últimos recuerdos.
Antes que el sueño me
venciera, me deslice bajo las tablas del pesquero y acomodándome en un rincón
me dormí profundamente, como antaño, cuando prefería llegar a mi pieza de día y
enfrentar la vida que ya había retomado su tranquilidad, luego de dormir un par de horas sobre esa arena
que me cobijó en noches de insomnio y alcohol, escuchando el sonido del mar que
me transportaba a historias que a veces se hacían realidad.
Me
hacía señas, la saludé, trataba de imaginar que recuerdos la inundaban de la
noche anterior, sobre la vereda, impaciente, me esperaba un taxi con el motor
encendido.
Me
despedí apenas con un gesto, Viña del Mar me esperaba, pero esa, es otra
historia.
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