Mi barrio estación
mi
baRrio estAción
Rovira Rojas Jiménez
Son
tantos los vericuetos de la mente que nos transportan al pasado y cuando ese
pasado ha sido glorioso, vale la pena recordarlo. Porque narrar es vivir, hacer
vivir el tiempo, un tiempo donde se amaba y se vivía la vida con un dinamismo
formidable. Por mi parte concuerdo con eso que dicen que todo tiempo pasado fue
mejor.
Yo
pisé esta tierra para echar raíces junto a mi hermana y a mi madre que por
entonces a fines de 1957 heredaría una casa residencial. El único capital que
teníamos era nuestra juventud toda vez que mi madre contaba con 35 años, mi
hermana 15 y yo 18 años, con flamante diploma de secretaria bilingüe
taquimecanógrafa, ella estaba convencida de que con ese prodigioso diploma del
Iquique English College, se me abrirían todas las puertas y yo pasaría a ser el
sostén de mi familia incluidos mis abuelos.
La
casa había sido construida en 1920, mostraba vestigios de opulencia que hablaba
de un pasado elegante y acomodado. La
decoración, los muebles de madera tallada con cubierta de mármol, los espejos
biselados, la porcelana, la cristalería, los baños con piso de mosaicos y con
subterráneo alto, es decir bajo el nivel de la calle había prácticamente otra
casa de modo que el patio contaba con un larguísimo balcón desde donde se
contemplaba toda la actividad portuaria. Años después fuimos testigos de cómo
ardió, se consumió y se hundió el María Elizabeth. La propiedad que mi madre
heredaría, está ubicada en Almirante Latorre esquina Chuquisaca, muy pero muy
cerca de la ex estación de Ferrocarriles del estado y de Antofagasta a Bolivia.
Se
iba a la Estación como un paseo costumbrista aunque no se fuera a despedir ni a
dar la bienvenida a nadie y cada vez que el tren partía parte de nuestros
sueños y nuestras ilusiones se iban con el adiós y el revuelo de nuestros
pañuelos simplemente despidiendo al
prójimo.
La
calle Latorre alto, era la puerta de entrada a la ciudad por donde ingresaba un
universo misceláneo, verdadero torrente humano, es decir por esa puerta entraba
la vida, la acción con todas sus miserias, o con toda su opulencia y con toda
su bondad o con toda su maldad. Mi calle era el punto neurálgico donde se
aglutinaban toda clase de comercio, hoteles, residenciales, prostíbulos,
garitos y donde todo pasaba a un mil por ciento, lo cual difería mucho con el
calificativo de “Antofagasta dormida”. La actividad nacía y florecía bajo un
solo referente: la estación de Ferrocarriles.
Era
todo lo asimilable a un punto de convergencia como la tienen hoy las grandes
urbes llámese aeropuerto, terminal, etc. Esta vieja Estación hoy dormida y
abandonada fue lo que a mi juicio y a mis años, inspiró el progreso vertiginoso
que se refleja en lo que es hoy y de esto quiero hablar: El barrio Estación de
Antofagasta donde se concentraba todo lo que se pudiera imaginar y que es tan
largo de relatar, nada de lo que la imaginación pueda crear ya existió y
aconteció en ese barrio y yo estuve allí para contarlo.
Al
compás del traqueteo y silbido del tren se pactaron grandes negocios entre
comerciantes, agentes viajeros, contrabandistas, lanzas internacionales, prestamistas
y usureros. Todo lo que involucraba al comercio, al lucro fuera lícito o
ilícito. En otras palabras se plasmaba, se vivía la vida, la bohemia, el
divertimento incluido los siete pecados capitales. Puedo decir que en ese
barrio estación sucedió de todo. No hay ciudad ni lugar que no haya conocido
que reúna tanta vivencia y experiencia que nos pueda llevar a pensar que fuimos
honrados, gratificados o simplemente desgraciados. La continuidad de su
actividad nocturna imparable no tiene comparación con ninguna historia que se
pueda relatar sobre lo que se vivió en una noche de jolgorio. Noches donde se
juntaban pelafustanes, guapos, chutes como se les decía a algunos, hermosas
mujeres de las mejores casas de la profesión más antigua del mundo, que eran
las casas más elegantes. Su condición de puerto la hacía incluso estar en la
agenda de los marinos de los importantes barcos mercantes que arribaban a la
ciudad. Esa era una parte del barrio Estación. Había otra parte, muy sabrosa
por lo demás, con un universo más joven cuya actividad social se concentraba en
uno de los más antiguos clubes deportivos de Antofagasta: Rencort Atlético, a
sus años contaba con una infraestructura envidiable. No sólo tenía galerías,
contaba además con una pista de atletismo donde se jugaron los eventos
deportivos más relevantes de la época.
Los
atletas de entonces eran un desfile muy agradable de admirar cuando pasaban a
entrenar, sobre todo para las féminas que como yo aún deben recordar sus
figuras y la pasión que ponían en cada competencia.
A
mis años, el traer a mi mente esta remembranza, una sonrisa de satisfacción
ilumina mi rostro porque en esta visión de juventud hermosa, es gratificante
evocar la música romántica del piano de Federico Waelder y su Lady Crooner Ely
Morgan en los tés danzantes del Hotel Antofagasta bailando un lento, suave
susurrante cheek to cheek con el más guapo de los basquetbolistas de Rencort
Atlético.
Este
Club también fue un punto neurálgico del barrio estación. Se organizaron
grandes eventos, fiestas, además se realizaron campeonatos de boxeo
internacionales. Hubo muchos espectáculos musicales como la orquesta Huambaly,
Chiquito Macedo, Los Peniques, por citar algunos. Pero para mí, en mi mente,
ocupan un lugar memorable, las fiesta de fin Año Nuevo, donde todo el mundo
acudía a celebrar al Rencort Atlético, las cuales terminaron muchas veces con
la canción nacional interpretada por alguna orquesta de renombre para
tranquilizar los encendidos ánimos de una descomunal batalla campal que en esos
años era inevitable de cualquier celebración masiva.
Y
en este barrio vinieron aires de bonanza tanto para mi madre como para mí. El
carisma y el ángel de la Sra. Dora se hicieron vox populi en el barrio
Estación. Ya fuera por recomendación boca a boca o por popularidad, el caso es
que un gran flujo de bolivianos, argentinos, peruanos, jóvenes profesionales
geólogos, (cuando se buscaba La Escondida). Si parecía que todo el rebaño el
Señor quería hospedarse en esa residencial sin nombre que de haberlo tenido se
hubiera llamado “Casa de Familia”. Si hasta a los artistas del Dorado los
mandaban allí. Sin querer ser menos el propio cocodrilo prehistórico
(ictosaurio) estuvo sobre nuestra mesa antes de estar en el museo.
Ver
el comedor repleto de comensales con una gran mesa redonda donde había que
pararse para alcanzar el azucarero o el salero, más otras dos un poco más
pequeñas, me hacía soñar con que algún día administraría mi propio hotel.
Pero
este auge debió ordenarse. Los pasajeros se fueron registrando en fechas
programadas y cuando mejoraron los caminos llegaron los transportistas
copiapinos todos descendientes de italianos.
El ángel de la Sra. Dora lo atrajo todo, si era como un imán invisible y
ella ni cuenta se daba. Es extenuante
hasta hoy recordar el maravilloso pasar de aquella casa.
No
bastaba la suerte de mamá, Dios prodigaba a manos llenas, los transportistas
copiapinos se sentían tan como en su casa que regalaban las verduras, las
frutas, el vino, la chicha de Los Loros, miel de abejas, cabritos, corderitos,
lechones, en fin todo lo imaginable para que nunca faltara y siempre se pudiera
celebrar algo. En ocasiones cuando su estadía abarcaba un fin de semana ya la
cosa se transformaba en mudanza. Todo vecino/a del barrio o niño que quisiera
subirse a los camiones eran invitados a los paseos a la playa. Fue así como
descubrimos playas paradisiacas como Los Metales, la Isla Santa María y muchas
otras que pueda ser que algunos antofagastinos aún no conozcan. Fue época de
regocijo, de asados, de celebraciones de tallas ingeniosas. Estos copiapinos de
verdad nos alegraron como en su casa.
Y
digo que los tiempos de bonanza también vinieron para mí porque de la noche a
la mañana me ofrecieron trabajo en una importantísima Empresa Internacional con
muchos rubros, estaba ubicada en San Martín con Baquedano y todo ese trayecto
desde la parte alta de mi barrio, lo hice a diario pisando fuerte con la
omnipotencia de la juventud y mis pasos formaron un suco tempranero toda vez
que mi labor comenzaba a las 08:00 AM.
Todos
esos años de ir y venir, me hicieron familiarizarme con toda esa visión
inagotable de vivencias que formaron la cotidianidad. Al cruzar la Av.
Argentina hacia el sur, m encontraba con El Palomar, lugar estratégico y
paradójico. Se topaba con cada personaje…Cuántas veces vi llevarse detenidos
con el cuerpo del delito por medio de la calle, entre otros entes, al “Guatón
Lamarangue”, y al Zoilo ambos Q.E.P.D. El cuerpo del delito era la mesa de
juegos del garito. Mi madre afortunadamente se escapó de haber caminado con el
cuerpo del delito ya que sin sospecharlo nadie, un cojito humilde con una rubia
jovencita que dijo estar accidentada, recibía tantas visitas todos varones. A
mi esposo le llamó mucho la atención y nos previno a mí y a mi madre y resultó
que el cojito humilde estaba usando a la rubia en el comercio sexual a vista y
paciencia de y para todos. Que terrible hubiera sido para mi madre y su
prestigio, haber tenido que cargar con el cuerpo del delito en este caso...la
cama creo yo. En la cuadra siguiente estaba la legendaria pensión Latorre, algo
así como una picada de ese tiempo ordinaria a morir. Dicen…”dicen”, que Pablo
Neruda a veces cenó allí.
Para
que hablar de las fuentes de soda como El Jamaica o La Cabaña. Cuantas veces
tuve que esquivar a los contrincantes que venían trenzados a pelear a la, calle
a veces con cuchillos. Evitaba si pasar el Portal del Lobo frente al cine
Latorre. Otro antro donde pululaban los más siniestros personajes, guarida de
delincuentes y prostitutas, pero si de verdad quería un regreso tranquilo, me
venía por el pasaje del FF.CC. Con elegantes mansiones de pino oregón y hermosos jardines.
Cuando
transitaban por mi calle, dueña de una
juventud resplandeciente, me llovían los piropos y no solo a mí, el piropo estaba
en la mente y en la boca de cualquier hombre que se apreciara de tal, y no
ofendía porque no era grosero, muy por el contrario halagaba y hacía caminar
contenta de la inspiración criolla tan ingeniosa. Cuando ya estaba por
oscurecer, había que apurar el tranco porque en Latorre con Bolívar aparecían
los patines (prostitutas y travestis). Una asidua era “La muñeca del diablo”,
bajita que le hacía honor a su apodo.
Al
llega a casa, a veces me encontraba con la sorpresa de un gran revuelo, era el
Sargento Camus de la Fuerza Aérea y sus invitados de la NASA. No sabía nada de
Inglés pero era fanático del idioma y del baile. Él se maravillaba de que yo
conversara con los gringos y luego le explicara, es decir era su intérprete y
como el baile también es una expresión que une, les hacía una demostración de
rock and roll conmigo y todas las piruetas que el baile exigía y fue así como
me transformé en el puente de amor entre las chicas del sector y los
norteamericanos y me quedé con la satisfacción de haber ayudado a hacer
realidad soñados matrimonios. El sargento por su parte terminó dominando el
inglés y emigró a EE.UU. donde le fue muy bien con su academia de baile.
En
mi barrio todo estaba mezclado y era natural, los vecinos no peleaban, no había
días de furia. Por poner un ejemplo, desde avenida Argentina al norte la cuadra
del frente empezaba con una antigua botica de una familia pudiente y lo atendía
la viuda de un escritor que dejó bellas obras.
Le
seguía una casa corriente de clase media baja, luego estaba el centro
Espiritista, donde pese a asistir nunca pude enterarme de nada porque me quede
dormida como hipnotizada, pero si, leí los hermosos menajes del más allá del
cuaderno de mi tía médium y fui testigo de sanaciones al seguir instrucciones
de remedios sugeridos por médicos
fallecidos. Después le seguían cuatro inmuebles de familias respetables y
adineradas rematando en la esquina de Chuquisaca con un prostíbulo. Y era
normal ver a las niñas en la zapatería de Don Yolando o en cualquiera de los
negocios adyacentes y me quedo penando…y todo era normal.
Aún
existe el viejo pimiento en la cuadra, dio tanta sombra. Cobijó hasta los
loquitos de entonces: a un Perico de los Palotes que desfilaba con chaqueta de
conscripto con condecoraciones a más no poder y un Tabo que emulaba marchas con
el sonido de su boca, un Maquinita
atrevido grosero y agresivo y un tierno Sapolio que lloraba cual niño cuando no
le compraban porque según él su mamá lo castigaría.
Las
calurosas noches de verano invitaban al vecindario a tomar el fresco, se
sacaban sillas, bancas y la radio a pilas era un elemento obligado. Los niños
se sentaban en el suelo o en la calzada porque no había diferencia de edades y
los mayores entablaban interminables conversaciones.
Al
comienzo del verano cada año nuevo fue fantástico. Se quemó al año viejo, hubo
fuegos artificiales y todo el mundo fue a saludar a la Sra. Dora y a saborear
sus célebres papas a la huancaína con receta peruana que eran las legítimas
según ella. Es que su razón era indiscutible. Esa noche se intercambiaban
tragos, platos especiales y se cansaban de tanto abrazar había licencia para
embriagarse, para hacerse confidencias, para enamorarse en fin, era año nuevo,
vida nueva, era una renovación total para el cuerpo para el alma y el espíritu.
Como también, había licencia para desear un feliz año nuevo, hasta los primeros
10 días de enero.
Pero
este tropel de vivencias no me deja terminar toda vez que esto es un relato, no
una novela, y de sopetón aparece el Esparry de blanco riguroso, con su cara de
viejo pascuero rezagante y sonriente que con sus ojos verdes esmeralda
refulgentes me dice: “por favor no me deje afuera, yo le endulce la vida
¿recuerda?. Cuantos niños y damas como Ud. esperaron mi grito cada tarde “y lo
llevo rico, y lo llevo suave, lo levo dulcecito, mi turroncito”. Como regarse a
un recuerdo tan sabroso y tibiecito.
Puedo
afirmar que en ese barrio tuvimos un millón de amigos. Y muchos se preguntarán
¿y por qué el Barrio estación y la casa residencial sin nombre? Simplemente porque tanto el uno como el otro
estuvieron siempre ligadas paralelamente. Mi madre y yo conocimos íntimamente
la naturaleza humana en todos los sentidos. Sin admirarnos de nada, nos
enteramos de muchas cosas y supimos guardar grandes secretos sin llegar a ser complices ni celestinas de
nadie. Y entre ese millón de amigos, pese a conocer su oficio tuvimos a un
amigo “Alias”, solo que nos vinimos a enterar años después al leer en un diario
capitalino un reportaje relacionado con lanzas internacionales, inteligentes y
de renombre, el suyo “El bailarín salvaje”. Según la prensa, este apodo habría
nacido en Argentina. Al fallecer, su hijo a quien nunca llegue a conocer, me
envió una carta de agradecimiento por haberle brindado a su padre mi excelsa y dilecta
amistad.
Las
historias son muchas porque no solo fue el barrio Estación, también hubo muchos
lugares que marcaron nuestro destino como las retretas de la Av. Brasil donde
conocí a un estudiante de la U. de Chile y a quien fui a despedir al día siguiente
a la estación porque iba a dar su examen de grado y a los seis meses nos unimos
en un feliz matrimonio por cincuenta y dos años.
Los
vericuetos de la mente no dejan espacios vacíos, cada uno de tiene su ubicación
y su momento y con ello confabulan sentimientos que hacen que estos recuerdos
nos hagan sonreír o emocionarnos aunque hayan pasado los años. Como aquella vez
en que quise caer en los brazos de Morfeo y caí en los brazos de un extraño que
se había equivocado de residencial.
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